La Relatividad Generalizada (Paperback - Spanish) | Released: 28 Jul 2019

Lo vieron llegar entre la vegetación; era blanco y enorme, y arrastraba un conjunto de cosas que era más voluminoso y más pesado que lo que podría arrastrar cualquier ser humano. Tenía la camisa cortada por las espinas de algunas plantas, los pantalones manchados de barro y de verde, y entrecerraba los ojos para poder ver, porque los rayos de sol que atravesaban el follaje, le daban directamente sobre el rostro cansado. Había caminado mucho, durante mucho tiempo, desde que tuvo que abandonar su vehículo porque ya no podía avanzar con él por la selva, y había dormido poco y mal, acostado en el suelo, y con un saco de semillas bajo la cabeza, a manera de almohada. En su mano derecha llevaba atada una cuerda que pasaba sobre su hombro y se extendía varios metros hasta el improvisado carro sin ruedas en el que llevaba sus cosas: era una plataforma de madera, que deslizaba sobre la irregularidad del suelo, con una pequeña baranda, también de madera, para evitar que se cayeran las cajas, o las bolsas de semillas, o los atados de herramientas. En su hombro izquierdo había un costal de lona casi tan grande como una de las personas que tenía enfrente; personas que lo miraban con desconcierto, ya que nunca habían visto a nadie tan alto, ni con ese color de piel ni de ojos, ni con ropa. Eran alrededor de veinticinco, entre hombres, mujeres y niños; todos estaban desnudos, y todos estaban tranquilos, a pesar del asombro. Pierre Laplace levantó una mano, con la palma abierta y hacia el frente, en señal de amistad; y ellos siguieron mirándolo, cada vez más sorprendidos, y algunos no pudieron contener la risa, se reían de él; y el francés también se rió de sí mismo: había hecho un gesto sin sentido, un gesto europeo, que en su orígen había servido para desarticular una desconfianza que ellos no sentían. En ese momento, Laplace supo que había llegado, apoyó su talego de lona en el piso, y comenzó a descargar las cosas de su carro sin ruedas. Estaban en un claro del bosque tropical, un área despejada de unos diez mil metros cuadrados, rodeada de altos árboles con troncos gruesos y fuertes, en cuyas ramas había tucanes y papagayos y muchas otras aves de plumas rojas y verdes y azules y amarillas; y también había otras plantas menores con ramas delgadas y flexibles; y en varios puntos de ese espacio, se abrían trochas, como caminos que conducían a otras partes. Cada tanto, un animal como un tapir o un jabalí, cruzaban por allí, con pasos cortos pero rápidos, y pronto desaparecían en la selva. Nadie los molestaba ni se sobresaltaba por ellos. El terreno se hallaba recubierto por una espesa hierba verde y tierna, favorecida por la humedad permanente: era un lugar donde no existía la sequía, y donde las temperaturas nunca eran bajas. Había un poco de leña esparcida por el lugar, eran ramas de los árboles, que nadie había cortado, y que no estaba clasificada ni ordenada: estaba donde la había depositado la naturaleza. A unos metros de donde se encontraban aquellas personas, había unos canastos tejidos con varas flexibles, y en su interior había toda clase de frutas y bayas: esos canastos parecían ser lo único que habían construído con sus manos; no había ninguna clase de viviendas, no había casas, ni chozas; y nunca habían encendido un fuego.