Los zapatos de los muertos (Paperback - Spanish) | Released: 30 Dec 2020

Aquella mañana se oyó un inusual alboroto en el arrabal del olvido. Una voz masculina llegaba desde la arboleda del fondo como si llamara condesesperación a alguien. Pero Vicente Guzmán estaba demasiado cansadocomo para levantarse de la cama, a pesar de los ladr idos de los perros queiban sumándose a los incomprensibles gritos, ajenos a la suerte o ladesgracia de los hombres. Vicente permaneció en posición horizontal, y girando sobre sí continuódurmiendo de costado como si nada hubiera sucedido. Su cuerpo se habíatransformado a través de los años en una carga inútil arrastrada por lacruel fatiga del alma, pero esto carecía de importancia porque era mejor ymás sano descansar . Horas antes, repitiendo con idéntica precisión el sagrado ritual de cada mañana, había interrumpido su sueño para alimentar al caballo y atarlo al carro; después, llevando las riendas desinteresadamente, recorrió lentamente el camino de tierra queune el arrabal del olvido con el pueblo, acompañado del silencio que, a su lado yenvuelta en una vieja manta de lana, le ofrecía Francisca. Ella trabajaba en el centro, realizando las tareas de limpieza en casa deEleonor, y debía presentarse allí a primera hora del día. El movimientoincesante de las ruedas de hierro mordi endo el empedrado carecía deritmo, y sin embargo las pisadas de l cabal l o proporcionaban cierta armonía.Esos cuatro golpes, repetidos innumerables veces, tr ansformaban el tiempoen una sustancia predecible, confiable y eterna. No acostumbraban aconversar durante el viaje porque ambos estaban abocados a la solitaria tarea de hurgar en la propia memoria, alternando una y otra vez losacontecimientos del pasado . A medida que iban adentrándose en el pueblo, Franci sca comenzaba aincomodarse. Cierta vergüenza parecía corroerla injustificadamente a lamisma hora cada mañana. Acalorada, con una mano sobre la frente cubríasu rostro, intentando pasar inadvertida, aunque en verdad nadie sepercataba de su presencia. Cuando estaban por llegar a la casa de Eleonorya le era casi imposib le disimular su íntima humillación. Entonces, sin mirara los ojos de su compañero, decía: -Acá está bien, Vicente... -y bajaba del carro de un salto y sin volver lavista atrás. Él daba media vuelta y, acomodándose el sombrero para que no lemolestase el sol de frente, regresaba por el mismo camino a la vil la delolvido.